"Vendo zapatos de bebé, sin usar"
Hemingway
"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"
Monterroso
viernes, 6 de junio de 2008
jueves, 5 de junio de 2008
John y Yoko
Nunca entendí la relación de John con Yoko, pero que haya elegido a esta oscura y enigmática oriental, el hombre que tenía la mujer que señalaba con el dedo, enaltece su figura. Era tan profundo lo que sentía por Yoko, que cuando tuvo que optar entre la mejor banda de todos los tiempos y ella, ya sabemos como terminó la historia. Nunca se separaron desde que se conocieron, vivieron un real love como diría John, un amor genuino; por lo que nos dice esta foto se divertían de lo lindo.
miércoles, 4 de junio de 2008
Gracias por la magia León
Mis campos estaban en cualquier sitio de la tierra de Dios
Tolstoi
Hace algunos años, una profesora de literatura rusa nos contaba este cuento de León Tolstoi entre lágrimas y por poco nos hace llorar a todos. Entre todos los hombres que escribieron y escriben esa única historia llamada Literatura, hubo una clase, ya extinguida, que no sólo fueron escritores, fueron sabios; Herman Hesse y Thomas Mann se encontraban entre estos, Borges también, y Tolstoi ni hablar, a ver si me explico, escribió la mejor nouvelle que recuerde: "La muerte de Iván Ilich"( de cerca le sigue "El corazón de las tinieblas" de Conrad), escribió dos de las mejores novelas que la Literatura recuerde: "Ana Karénina" y "Guerra y Paz", y escribió cuentos perfectos como "La semilla milagrosa", que, a más de un siglo de haberlo escrito y a miles de kilometros de su Rusia natal, hizo llorar a una profesora y a más de un alumno una fría noche de invierno, posiblemente haya sido uno de los mejores cinco escritores de todos los tiempos.
LA SEMILLA MILAGROSA
Cierta vez, unos chiquillos encontraron en un barranco un objeto parecido a un huevo de gallina. Tenía un surco en medio, como una semilla. Un caminante vio aquel objeto y lo compró por cinco copecks. Al llegar a la ciudad, se lo vendió al zar como una cosa curiosa.
El zar llamó a los sabios y les mandó averiguar si se trataba de un huevo o de una semilla. Estos reflexionaron mucho, pero fueron incapaces de dar una contestación. Dejaron aquel objeto en el alféizar de una ventana cuando, de pronto, llegó una gallina y lo picoteó hasta hacerle un agujero. Entonces todos vieron que se trataba de una semilla. Llegaron los sabios y dijeron al zar:
-Es un grano de centeno.
Muy sorprendido, el zar mandó a los sabios que se enteraran dónde y cuándo había brotado ese grano. Los sabios meditaron mucho, consultaron muchos libros, pero no pudieron encontrar nada sobre el particular.
-No podemos darte una contestación. Nuestros libros no dicen nada acerca de esto. Es preciso preguntar a los campesinos, tal vez alguno de los viejos haya oído decir cuándo y dónde se ha sembrado ese grano.
El zar ordenó que le trajeran al campesino más viejo. Llevaron a su presencia a un hombre viejísimo y desdentado, que apenas podía caminar con dos muletas. El zar le enseñó el grano, pero el viejo casi no veía. A duras penas pudo examinarlo, forzando la vista y palpando con las manos.
-¿Sabes por casualidad, abuelito, dónde ha brotado ese grano?— preguntó el zar. —¿Has sembrado granos de esta clase o los has comprado en alguna parte?— El viejo era sordo y le costaba entender las palabras del zar.
-No; nunca he sembrado granos así en mis campos; no los he cosechado ni los he comprado. Cuando compré grano, siempre era muy menudo. Es preciso preguntarle a mi padre, tal vez sepa dónde ha brotado ese grano— respondió.
El zar ordenó que le trajeran al padre del viejo. Fueron a buscarlo y lo llevaron a palacio. Era un hombre viejo, pero venía con una sola muleta. El zar le enseñó el grano. El anciano veía bastante bien y pudo examinarlo.
-¿Sabes dónde ha brotado este grano, abuelito? ¿Los has sembrado en tus campos o los has comprado en alguna parte?
Aunque el anciano era duro de oído, oía mejor que su hijo.
- No; no he sembrado granos así en mis campos, ni los he cosechado nunca. Tampoco los he comprado, porque en mis tiempos no teníamos esa costumbre. Todos comían su propio pan y, en caso de necesidad, se lo repartían unos con otros. No sé dónde ha brotado este grano. Aún cuando en mis tiempos el grano era más grande que el de ahora, jamás vi uno como este. He oído decir a mi padre que en su época, las cosechas eran mejores que las actuales y que el grano era más grande. Será preciso preguntárselo a él.
El zar envió en busca del anciano. Lo encontraron y lo llevaron a su presencia. Venía sin muletas y andaba ligero. Tenía los ojos radiantes, oía bien y hablaba con claridad. El zar le enseñó el grano. Después de mirarlo por todos lados, el anciano dijo:
-Hacía mucho que no veía un grano de los antiguos— mordió el grano y, después de masticarlo, añadió —Pero es idéntico, no cabe duda.
-Dime, abuelito, dónde y cuándo ha brotado este grano. ¿Has sembrado tú granos semejantes en tus campos o los has comprado alguna vez?
-En mis tiempos, estos granos crecían por doquier. Toda la vida me he alimentado y he dado de comer a mi gente, pan hecho con granos de esta clase.
-Dime, abuelito, ¿los comprabas o los sembrabas tú mismo, en tus campos?
-En mis tiempos a nadie se le hubiera ocurrido cometer semejante pecado. Nadie vendía ni compraba; ni siquiera se conocía el dinero. Cada cual tenía todo el pan que deseaba— replicó el anciano, sonriendo.
-Dime entonces, abuelito, dónde sembrabas ese grano y dónde estaban tus campos.
-Mis campos estaban en cualquier sitio de la tierra de Dios. Cualquier lugar que labrase era mío. La tierra era libre; nadie la consideraba como una propiedad. Lo único que llamábamos "nuestro" era el trabajo.
-Quisiera que me dijeses aún por qué ese grano nacía en otro tiempo y hoy día no nace, y por qué tu nieto ha venido con dos muletas, tu hijo con una sola y tú sin ninguna. ¿Por qué andas ligero; por qué tienes los ojos radiantes, fuertes los dientes y tus palabras son claras y afables? Dime, abuelito, el motivo de estas cosas.
-Estas cosas suceden porque los hombres han dejado de vivir de su propio trabajo y codician el ajeno. Antiguamente no se vivía así, sino según las leyes de Dios; cada cual era dueño de lo suyo y no ambicionaba lo de los demás.
Fin
PD: ¿Qué diría Tolstoi del conflicto del campo?
God bless Harold Pinter
Dios bendiga a América
Acá van de nuevo,
los yanquis en su desfile acorazado
entonando sus baladas de alegría
mientras cabalgan por el mundo
alabando al dios americano.
Las zanjas están tapadas de muertos
Los que no se pudieron unir
Los otros que se niegan a cantar
Los que están perdiendo la voz
Los que olvidaron la canción.
Los jinetes tienen látigos que cortan.
Tu cabeza rueda en la arena
Tu cabeza es un charco en la tierra
Tu cabeza es una mancha en el polvo
Tus ojos se han salido y tu nariz
huele sólo el hedor de los muertos
Y todo el aire muerto respira
el olor del dios americano.
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